El practicante de Burguillos

Para los niños de los 60, el señor de las inyecciones era un ogro armado de aguja y jeringuilla

Miércoles, 23 de enero 2019, 17:33

El practicante de Burguillos tenía una bici tuneada muy bonita con unas rejillas de colores en la parte trasera del guardabarros. Cuando mi mujer, con tres años, estaba jugando en la calle y veía la inconfundible bicicleta del practicante apoyada en la pared de su casa, salía corriendo y gritando porque sabía lo que le esperaba.

Antiguamente, quienes inyectaban hierro o penicilina en vena recibían el siniestro nombre de practicantes. Porque llamar a esos sanitarios enfermeros, auxiliares de clínica o ATS queda aséptico e indoloro, pero desde el momento en que los llamabas practicantes, se convertían en ogros, en verdugos, en practicantes... de la tortura.

Antiguamente, la visita del practicante a una casa significaba el comienzo de una ceremonia inquietante que culminaba en alaridos. Mi practicante, en Cáceres, se llamaba Torres. No recuerdo su nombre ni su segundo apellido. Solo sé que cuando se desmadraban las anginas o tosías con mucha flema, se escuchaba la frase definitiva: «Hay que llamar a Torres». Y comenzaba un calvario lleno de incertidumbre hasta que aparecía Torres con su caja plateada.

La caja de los practicantes es el más diabólico instrumento de tortura que los niños de los 60 hemos conocido. A veces, ni te dolía la inyección porque tanto Torres como el practicante de Burguillos eran grandes profesionales. Pero en la tortura, lo que duele no es la sensación física, sino la incertidumbre psicológica: no sabes exactamente cuándo vas a sufrir, pero el dolor es inminente y no tienes escapatoria. A la hora de la verdad, no era para tanto, pero el daño ya estaba hecho bastante antes de que te pincharan, en concreto, desde que mi padre decía: «Hay que llamar a Torres» o desde que mi mujer veía la bicicleta con rejilla de colores del practicante de Burguillos apoyada en la pared de su casa.

No me digan que no se acuerdan de las espeluznantes cajitas plateadas de los practicantes. Eran alargadas y se diría que de acero inoxidable si no fuera porque ese acero era bastante desconocido 'antiguamente'. En la cajita había jeringuillas de cristal y agujas. Como se utilizaban continuamente y no eran desechables, había que desinfectar las herramientas antes de cada pinchazo.

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El rito, en el que participaban el fuego y el alcohol como en cualquier sacrificio que se precie, consistía en impregnar un poco de algodón en alcohol y prenderle fuego. Casi todo lo que hacían los practicantes 'antiguamente' sería hoy delito. Porque ya me dirán cómo era posible aquella temeridad de prender un algodón en alcohol junto a la cama de un niño con anginas. Después, colocaban la cajita plateada con agua encima del algodón ardiente, hervía el agua con las agujas y las jeringas en aquel mini baño maría y, ya desinfectadas, se pasaba a la fase sadismo extremo.

El practicante cogía la gran jeringuilla de cristal, encajaba la espectacularmente larga aguja en la punta, una aguja que, además de larga, era gruesa, aspiraba del bote la penicilina y se acercaba, empuñando la jeringa, hacia tus nalgas, convenientemente colocadas en pompa por tu santa madre. El ambiente era asfixiante, se mascaba una tensión irresistible, olía intensamente a alcohol quemado, el practicante pasaba por tu nalga un algodón con alcohol para desinfectarte unos centímetros de culete y al instante clavaba la aguja kilométrica, inyectaba la penicilina y tú aullabas, llorabas, chillabas y quedabas baldado, dolorido y, lo peor, a la espera de la siguiente visita de Torres o del practicante de Burguillos.

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Ahora, las jeringuillas son pequeñitas y desechables, las agujas son cortitas y estrechas. Además, te puedes pinchar tú mismo y cada inyección es como un pellizco de monja. Sufrir está prohibido y la vida y las inyecciones duelen menos. Entonces, ¿por qué no somos felices?

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